9.2.22

Un razonamiento absurdo.

(Google)

“Solamente hay un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida merece o no ser vivida, es responder a la cuestión fundamental de la filosofía. Las demás, si el mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu tiene nueve o doce categorías, vienen a continuación. Apenas son juegos; primero es necesario responder (…)
Si me pregunto a mí mismo como decidir si determinado interrogante es más apremiante que otro cualquiera, concluyo que la respuesta depende de las acciones que ellos incitan, u obligan. Nunca vi morir a nadie por el argumento ontológico. Galileo, que defendía una verdad científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del mundo, cuando tal verdad puso su vida en peligro. En cierto sentido, hizo bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Nos es profundamente indiferente saber cuál de ellos, la Tierra o el Sol, gira alrededor del otro. Para decirlo claramente, es una cuestn baladí. En contrapartida, veo que muchas personas mueren porque consideran que la vida no merece la pena ser vivida (…)
Nunca ha sido tratado el suicidio sino como un fenómeno social. Por el contrario, aquí lo que nos importa, para comenzar, es la relación entre el pensamiento individual y el suicidio. Un acto como éste se prepara, tal y como ocurre con una gran obra, en el silencio del corazón. El propio suicida lo ignora. Una buena noche, se dispara un tiro o se tira al agua. De un gerente de inmuebles que se había matado, me dijeron un día que había perdido a su hija hacía cinco os, que desde entonces había cambiado mucho y que esa desgracia lo haa ‘consumido. No se puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es comenzar a estar consumido (…)
Hay muchas causas para un suicidio, y, de una manera general, las más aparentes no han sido las más eficaces. La gente rara vez se suicida (sin embargo, no se excluye la hipótesis) por reflexión. Aquello que desencadena la crisis es casi siempre incontrolable (…)
Matarse, en cierto sentido (como en el melodrama), es confesar. Es confesar que se ha sido sobrepasado por la vida y que no se la comprende”.

[Albert Camus.- O mito de Sísifo. Edição Livros do Brasil. Lisboa, s.d.]
(Traducción  Sr. Verle)

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En enero de 1960 Albert Camus acababa de cumplir 46 años. El día 14, volvía de Provenza a París en coche con unos amigos. Enfilando veloz una larga recta, el automóvil se salió de la carretera y se empotró contra un árbol solitario. Camus murió en el acto. Se cuenta que su cadáver, en el momento de su muerte, tenía una expresión de sorpresa en unos ojos extrañamente abiertos.
Como escribe Pedro Cuartango [ABC Cultural 23/02/2018, pág. 13], es imposible leer a Camus, especialmente ‘El mito de Sísifo’ (obra imprescindible que transmite un arrebato que atrapa al lector), sin obviar este incomprensible y fatal accidente, que, a la vez, daría sentido a una filosofía, la suya, que gira sobre la indagación del absurdo. Es por ello por lo que nos dejó escrito: «desde el momento en el que se le reconoce, el absurdo se convierte en la pasión más desgarradora de todas».

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Es curioso, o sintomático, que la obra paradigmática del teatro del absurdo de Beckett, 'Esperando a Godot', precisamente comience con una acotación escénica tal que: "Carretera de campo con árbol. Noche".



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