2.11.23

Memento mori.

 


Memento mori.

 

Si la desaparición de un cónyuge, o de los padres, para muchos es el mayor de los desconsuelos, qué decir de la pérdida de un hijo. La escala comparativa, objetivamente, es inconmensurable. La experiencia supone el mayor desgarro que pueda soportarse.

Y el paso del tiempo no lo cura, el dolor permanece lacerante, aunque es leve anestesia parcial la memoria y algunos recuerdos positivos atemperan el vacío, literal, que supone la muerte de tu joven hijo.

Así, cuántas veces rememoras todo lo vivido durante su enfermedad mortal. Y sabes cómo agradeció tu compañía constante y tus cuidados cuando más desvalido se encontraba en su agonía. Pero, sobre todo, los momentos de intimidad mutua que, como nunca antes, se habían producido.

Por eso, cuando se estaba precipitando el inevitable desenlace aquella madrugada, hace ahora 9 años, a pesar del coma irreversible, con las manos cogidas le estuviste enviando, a pesar de la pena, el cariño más intenso que pudiera reconfortarle. Como hoy a ti, el recordarlo te reconforta.

 

 

1.11.23

Muerte del hijo.

[by Google]
 

Muerte de un hijo.

La muerte de un ‘sucesor’, frente a la de uno de los padres o uno de los esposos, es la pérdida de mayor envergadura que puede experimentarse, hasta el extremo de que se carece de un término que haga referencia al estado civil en que queda el superviviente: ni huérfano ni viudo.

La muerte del hijo justifica sobradamente la necesidad de una verbalización sin cortapisas añadidas. Por eso se ha puesto de manifiesto, en distintas fases del ‘duelo’ (shock, negación, negociación, ira, depresión, aceptación, pérdida, aflicción y resolución), la idoneidad del poema en prosa (véase entre otros el caso de Valente) que parece que colma la necesidad expresiva, sin ceñirse a una métrica, ni a la ruptura versal o el encabalgamiento (en palabras de Marta Agudo). No ha sido ese nuestro caso remediado con ‘La noche del olvido y otros poemas’.

Durante el desenlace de ese duelo, se ha podido producir una confusión de vacíos simétricos, el hijo ausente y el padre carente de palabras. O ha podido haber una cierta ‘identificación’ (relacionada con el sentimiento subjetivo de culpabilidad) que se puede superar con la separación -mental- del ausente. Una manera de culminación ha sido el deseo de que permanezca en la memoria la figura del fallecido y que religue allegados a través del recuerdo, concediéndole un puesto de privilegio para hacer de cada espacio de ausencia (ámbitos donde sobreviva algún fragmento suyo) un lugar habitable y habitado.

El tiempo pasa, pero el dolor no pasa.

 (Seguiremos teniendo como pertrechos las palabras de Philip Larkin:

“¿Puede incluso secar la muerte / estos nuevos lagos encantados …?”

cuando es

“… la religión,/ese vasto brocado musical apolillado/ creado para fingir que no morimos nunca,”

y

“… la vida es un lento moribundo.”

porque

“al morir, uno se rompe: los pedazos que tú eras/ empiezan a dispersarse velozmente para siempre,/ sin que nadie los vea …”

y así

“el primer día después de una muerte, la nueva ausencia/ es siempre la misma.”)

 

* * *

 

 

 

· Agudo, Mª.- “Arduo sobrevivir a lo vivido”, en J. Á. Valente, ed. J. Doce. Rev. la página 78/79, año XXI, nº 2/3. Ed. la página. Sª. Cruz de Tenerife, 2009.

· Larkin, P.- The Complete Poems. Farrar, Strauss & Giroux. New York, 2012.