3.9.20

El país de las tentaciones.

[Mt. 4.1-11 y Lc. 4.1-13]

*
   En aquel tiempo sucedió que, un día, el demonio me llevó hasta la montaña y mostrándome desde ese lugar elevado con un gesto espléndido la ciudad allá abajo extendida, me dijo: "Te daría todo esto, si..."
   Me fui sin escuchar como acababa. No me interesa mi ciudad ni regalada por el demonio... [Y es que, según Mandelstam, "el amor a la ciudad, la pasión por la ciudad, el odio a la ciudad: esa es la materia del ‘Infierno’ de Dante"].
   Ningún estímulo me lleva a examinarla, a conocerla, a seguir sus cambios. No quiero saber nada de esta ciudad, ni para tener argumentos de crítica. No quiero ni darme cuenta que estoy aquí...

*
   Otro día, transcurrido un tiempo de soledad y apatías, el demonio me transportó hasta los pináculos de un viejo palacio desde donde se divisaba su patio, su jardín y su estanque.
   Reflejado en sus aguas un rostro claro y joven, el cabello de oro ensortijado y unos ojos grises capaces de hacerte prisionero... Me dijo: "Toda tuya será si..."
   Esta vez [creyendo a Kierkegaard, que valiéndome de "finísimas facultades intelectuales, sabría inducir en tentación a una joven de forma maravillosa"], dejé que terminara su promesa y acepté todos sus términos.

*
 
   [by Google]

   Pero hay que saber más por diablo que por viejo...
   han pasado los meses, he vendido mi alma
   y el corazón de la princesa asmodea... no ha cambiado de dueño.


[“He vendido mi alma dos veces al diablo... mal destino es el mío. Así me va”. LGªM]

2.9.20

La turbación de la lengua.


        - “No, las palabras no hacen el amor…”
Creí por un momento que me iba a recitar a la Pizarnik, pero añadió enseguida:
“es el amor el que hace las palabras”,
acercándoseme como si hablase por sus ojos, esos ojos grisazulados capaces de hacerme perder la cabeza como al ‘bautista’.

Y en murmullo, cada vez que sus labios se posaban en algún centímetro de mi piel, susurraba algo que sólo adquiría sentido en ese instante.
Esas palabras nómadas besadas, que nadie entendería y que mis poros absorbían hasta el éxtasis, fueron el primer poema de goce íntimo que su boca escribió sin dejarme ningún pliegue sin recorrer, ni los más intrincados.

Y así comencé a leer el libro del placer que tantas veces, más tarde, querría repetirme hasta que yo aprendiera totalmente su lengua.


1.9.20

Domingo.

En la democracia, si alguien llamaba a la puerta un domingo a las nueve de la mañana, era el lechero.
En la democracia española, si alguien llama a la puerta un domingo, cualquiera, a las nueve de la mañana, es el hijo adolescente de algún otro propietario, que tras el botellón sabatino, viene con tal moña que no sabe ni cual es la puerta de su casa. Aunque luego desaparece presto, sin  saber cómo, del rellano.
Me sucedió así cuando el otro domingo con ansiedad abrí la puerta.
¿Ansiedad? En la relativa tranquilidad de un condominio residencial si sólo se ha oído el zumbido del timbre de la puerta, no el del videoportero, se piensa en la visita de un vecino y, por circunstancias personales, este domingo pensé, creí, me imaginé que podría ser mi joven y hermosa vecina.


Como estaba en desabillé y, para más inri, como perito en vitrocerámicas, con mandil y guantes de goma, tuve que perder un tiempo precioso para recuperar una cierta presencia presentable antes de abrirle, como si fuera a ser ella. Teniendo ambos un negocio pendiente, la hora no era inoportuna para una posible consulta y sobre todo no me hubiera importado  en absoluto.
Y más después de que la otra tarde tomando medidas en su casa, por una cierta desenvoltura en su vestir juvenil, una cierta complicidad por el asunto y con una cierta proximidad por la tarea, su hijo pequeño -en la boca de los niños está la verdad- me espetó: “¿Por qué no os dais un beso?” No sé ni lo que dijimos del sofoco que sentimos.
Pero desde luego comprendí aquello bíblico de ‘dejad que los niños se acerquen a mí…' pero que traigan también algunas madres… esas vecinitas, sin embargo, tan enamoradas de sus maridos.