1.9.20

Domingo.

En la democracia, si alguien llamaba a la puerta un domingo a las nueve de la mañana, era el lechero.
En la democracia española, si alguien llama a la puerta un domingo, cualquiera, a las nueve de la mañana, es el hijo adolescente de algún otro propietario, que tras el botellón sabatino, viene con tal moña que no sabe ni cual es la puerta de su casa. Aunque luego desaparece presto, sin  saber cómo, del rellano.
Me sucedió así cuando el otro domingo con ansiedad abrí la puerta.
¿Ansiedad? En la relativa tranquilidad de un condominio residencial si sólo se ha oído el zumbido del timbre de la puerta, no el del videoportero, se piensa en la visita de un vecino y, por circunstancias personales, este domingo pensé, creí, me imaginé que podría ser mi joven y hermosa vecina.


Como estaba en desabillé y, para más inri, como perito en vitrocerámicas, con mandil y guantes de goma, tuve que perder un tiempo precioso para recuperar una cierta presencia presentable antes de abrirle, como si fuera a ser ella. Teniendo ambos un negocio pendiente, la hora no era inoportuna para una posible consulta y sobre todo no me hubiera importado  en absoluto.
Y más después de que la otra tarde tomando medidas en su casa, por una cierta desenvoltura en su vestir juvenil, una cierta complicidad por el asunto y con una cierta proximidad por la tarea, su hijo pequeño -en la boca de los niños está la verdad- me espetó: “¿Por qué no os dais un beso?” No sé ni lo que dijimos del sofoco que sentimos.
Pero desde luego comprendí aquello bíblico de ‘dejad que los niños se acerquen a mí…' pero que traigan también algunas madres… esas vecinitas, sin embargo, tan enamoradas de sus maridos.

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