En la democracia, si
alguien llamaba a la puerta un domingo a las nueve de la mañana, era el
lechero.
En la democracia
española, si alguien llama a la puerta un domingo, cualquiera, a las nueve de
la mañana, es el hijo adolescente de algún otro propietario, que tras el
botellón sabatino, viene con tal moña que no sabe ni cual es la puerta de su
casa. Aunque luego desaparece presto, sin
saber cómo, del rellano.
Me sucedió así cuando el
otro domingo con ansiedad abrí la puerta.
¿Ansiedad? En la relativa tranquilidad de un
condominio residencial si sólo se ha oído el zumbido del timbre de la puerta,
no el del videoportero, se piensa en la visita de un vecino y, por
circunstancias personales, este domingo pensé, creí, me imaginé que podría ser mi joven y
hermosa vecina.
Como estaba en desabillé
y, para más inri, como perito en vitrocerámicas, con mandil y guantes de goma,
tuve que perder un tiempo precioso para recuperar una cierta presencia
presentable antes de abrirle, como si fuera a ser ella. Teniendo ambos un negocio
pendiente, la hora no era inoportuna para una posible consulta y sobre todo no
me hubiera importado en absoluto.
Y más después de que la
otra tarde tomando medidas en su casa, por una cierta desenvoltura en su vestir
juvenil, una cierta complicidad por el asunto y con una cierta proximidad por
la tarea, su hijo pequeño -en la boca de los niños está la verdad- me espetó:
“¿Por qué no os dais un beso?” No sé ni lo que dijimos del sofoco que sentimos.
Pero desde luego
comprendí aquello bíblico de ‘dejad que los niños se acerquen a mí…' pero que
traigan también algunas madres… esas vecinitas, sin embargo, tan enamoradas de
sus maridos.
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