Cuando te dicen que Vitoria o Gerona
son dos de las urbes modélicas del país en calidad de vida y otras monsergas,
no tienes más remedio que recordar que fueron precisamente ellas, hace años, el
destino de una gran parte de la fuerza de trabajo inmigrante desde una comarca lejana y fronteriza que, dada la estructura de sus
propiedades agrícolas amén de la incomunicación y otros factores de abandono,
fue pasto de menesterosidades extremas.
Es curioso, también, el porcentaje
de moradores allí que no vieron otra forma de progreso que ingresar, padres e
hijos, en la Guardia Civil. Por ello encontramos, al visitar los poblados de
dicha comarca, a varios de los que nos habían dado noticia.
Pero también debería encontrarse en su
casa otro personaje que nos interesaba, del que la benemérita ya no iba con él.
Era Perlo, o mejor ‘el Perliño’,
pero no fue Perlo padre sino Perlo hijo el que contestó a nuestra
demanda. La ventaja de las medias generaciones es que puedes coincidir y hacer
negocios, si tu edad es intermedia, con un padre y con su hijo.
Perlo padre, del que en realidad
buscábamos noticias, ya murió. Fue contrabandista y vivió, bien, de ello. Era
proveedor de mi familia tendera, antes buhonera. Sobre todo de paquetes de Chesterfield de estraperlo para mi joven
padre, ese ‘chester’ sin filtro que constituyó tu primer pecado grave a los diez
años, robárselo a tu padre y fumártelo, tosiendo, con tus amigos tras una tapia
donde finalizaba el caserío de tu villa.
Su hijo nos confirmó muchas de sus
contadas historias, casi hazañas. Lo mejor fue el ajado traje de guardiacivil,
guardado en arcón como reliquia, con el que se disfrazaba para poder sustraerles
la carga a otros contrabandistas foráneos.
En el patio, humeante y renqueante,
un destartalado alambique, atado con correas y a punto de explosionar,
destilaba un bagazo al que nos convidó. Y con aquel orujo quitapenas, brindamos
gozosos por su memoria.
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