3.6.20

Apólogo lunático (y 3).

La taza de té.

En el videoportero se iluminó una cara conocida.
 - Abre, que subimos.
Se escuchó coincidiendo con mi activación de la apertura. Mi hermana me visita, como algún que otro sábado, con pretextos familiares y de paso comprueba que sigue sin gustarme dar por otros medios señales de mi vida.
–Íbamos de paseo y pasábamos por tu barrio.
Me dicen al entrar.
Ha venido acompañada de una amiga a la que hace siglos yo no veía, quien me acerca mejillas que la tarde ha enfriado y compruebo que su cuerpo ha ganado madurez y hermosura en las distancias cortas. A esta hora, les ofrezco café, que yo ya había bebido, pero ya nadie toma sino hierbas infusas. Por suerte, en la alacena, me han dejado suficiente té rojo para servir dos tazas en la vajilla buena mientras se va la tarde junto con las palabras.
Aun teniendo que irse, sus maridos esperan, las frases se prolongan, los cigarros se apuran con la luna en menguante. Cálida e íntima, la conversación no ha detenido sonrisas ni miradas entre la amiga y yo. Recojo la vajilla y me turba un momento la huella de carmín que su boca ha pintado en blanca porcelana.
En la cocina, con su taza en la mano, como un autómata, la acerco lentamente a mis labios para que coincidiendo… pero, no he notado que nadie me siguiera, unas manos me giran la cabeza y una boca me besa con ansia prolongando lo que yo ya sentía. Una voz fraternal sobresalta los cuerpos:
 -¡Pero chica, qué haces!
Y la taza en mi mano desliza e igual que mi deseo se hace añicos contra el pavimento.
Desde entonces una mujer de senos apacibles se ha grabado profundamente en mis sueños y ahora sí puedo recuperar el consejo de una escritora danesa: “Todas las penas pueden soportarse si contamos una historia sobre ellas”.



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