21.2.09

‘La cerca de cactus’


Hacia finales de la década de los 20, Walter Benjamín, y nos estamos refiriendo a un intelectual del primer tercio del siglo XX, decidió consumir hachís con la supervisión de un médico. Veraneaba, como la intelectualidad crítica, en Capri y en Ibiza y hasta tal punto era, entonces, natural Ibiza que el escritor llegó a enfermar de malaria. Pero hablemos de sus relatos (verHISTORIAS Y RELATOS’ [Ed. Península, Barcelona 1997]), poco conocidos y publicados en una pequeña edición. Son tres los asuntos que toca Walter Benjamin: la vida natural en la Ibiza de los años treinta, donde veraneaba, los relatos de hombres de mar, el juego y la experiencia con las drogas. He aquí uno representativo.


'LA CERCA DE CACTUS'*


"El primer forastero que vino a Ibiza era un tal Ire O’Brien. Se cumplirán ahora unos veinte años y esta­ría entonces en la cuarentena. Había corrido mucho mundo antes de buscar cobijo entre nosotros. En su juventud fue varios años granjero en el África orien­tal. También había sido un gran cazador que, además, manejaba muy bien el lazo; pero sobre todo era un tipo raro, como yo no había visto otro. Se mantenía apartado de la gente cultivada, de los intelectuales, de los magistrados, incluso con los nativos mantenía una actitud distante. Sin embargo, su recuerdo perdura incluso hoy entre los pescadores, sobre todo por su maestría en hacer nudos marineros. Por lo demás, su insociabilidad parecía sólo una consecuencia de su manera de ser. Algunas experiencias negativas con sus allegados habrían hecho el resto. Por aquel enton­ces lo único que pude averiguar era que un amigo, al que había confiado toda su hacienda, desapareció con ella. Se trataba de una colección de máscaras negras que había adquirido de los mismos indígenas durante sus años africanos. Máscaras que, por lo demás, daban mala suerte a todo el que se les acercaba. El amigo pe­reció en el incendio de un barco y con él la colección.

O’Brien se había asentado en una finca situada en las alturas que rodean la bahía, pero cuando le asalta­ba la idea de trabajar, su camino desembocaba en la mar, donde practicaba la pesca (…)

O’Brien era, como ya he dicho, un tipo raro, y estoy convencido de que desde la manera de cazar lagartos o de cocinar, hasta el modo en que dormía o discu­rría, en nada se parecía a los demás (…) res­pecto a sus ideas, la opinión que tenía de lo que es razonable pude conocerla una tarde en que ambos es­tábamos en una barca prestos a recoger las redes lanzadas al amanecer. La captura había sido escasa. Terminábamos prácticamente de recoger las redes va­cías cuando un trozo de malla se enredó en los arreci­fes y, pese a que pusimos buen cuidado en recuperarla, se rompió (…) O’Brien alzó la vista. «Ya está arreglado», dijo tirando fuerte­mente de los nudos que había hecho, para probarlos (…) Cogió entonces un trozo de cuerda, sujetó uno de sus extremos y lo introdujo tres o cuatro veces en sí mismo hasta convertirlo en el eje de una espiral cuyas lazadas se hacían nudos dan­do un tirón (…) «Quien es capaz de hacer es­tos nudos en un santiamén ha alcanzado la perfección y puede echarse a dormir. Lo digo de veras, puede echarse a dormir, porque esto de los nudos es como el yoga, quizá el mejor de todos los sistemas de relaja­miento. Se aprende practicando una y otra vez, primeramente en casa, no en la mar, en la tranquilidad del hogar, en los días lluviosos de invierno, y preferiblemente cuando uno tiene dificultades o está preo­cupado. No puede usted imaginarse cuántas veces he hallado de este modo respuestas a problemas que me atosigaban».

Finalmente, prometió enseñarme este arte y descu­brirme todos los secretos de los nudos, desde el de cruz o de tejedor, hasta los de tope o el nudo de Hér­cules.

La cosa quedó en nada porque a partir de entonces se le vio cada vez menos en la mar (…) Pasaron varios meses has­ta que de nuevo coincidimos a bordo de la barca. Esta vez la pesca fue mejor, y como al final picara en su anzuelo una trucha de mar, me invitó a cenar en su casa la noche siguiente. Terminada la cena, dijo O’Brien abriendo una puerta: «He aquí mi colección, de la que seguramente habrá oído hablar». En efecto, yo había oído hablar de su colección, pero sólo de la que en su día había perdido. Sin embargo, de las paredes de la vacía habitación colgaban veinte o treinta piezas (…)


O’Brien se había quedado atrás. «Ésta de aquí -dijo de pronto a mis espaldas y como hablando consigo mismo- es la primera que recuperé». Me volví y que­dé frente a una cabeza alargada, sin pelo, de ébano negrísimo, que parecía sonreírme (…) «Ésta es la prime­ra que recuperé y podría contarle cómo».

Me limité a mirarle. Apoyó sus espaldas en la ven­tana y comenzó a explicarse.

-«Si mira hacia afuera, verá enfrente una cerca de cactus, la mayor de todos los contornos (…) Era una noche como ésta, pero con luz de luna. Luna llena. No sé si usted ha reparado en los efectos de la luna en estos lugares y en que su luz no parece proyectarse so­bre el escenario de nuestra vida cotidiana, sino sobre un terreno que fuese algo así como su contrafigura o réplica. Había pasado la tarde enfrascado en mis car­tas marinas (…) Después me fui a la cama. Habrá usted observado que tengo cortinas en las ventanas; en aquel tiempo aún no las tenía, y así la luna fue avanzando hacia la cama donde yo, desvelado, estaba enfrascado en mi juego preferido, es decir, trenzando nudos. Creo que ya le he hablado en alguna ocasión de esto. Sucede que hago mentalmente un nudo complicado, lo dejo inmediatamente a un lado y la emprendo con otro, también in mente. Entonces reaparece el prime­ro, sólo que esta vez tengo que deshacerlo en lugar de anudarlo (…) Practico estos ejercicios, en los que verdaderamente he alcan­zado notable destreza, siempre que me asaltan ideas a las que no encuentro solución, o cuando me duelen las articulaciones y no consigo dormir. En ambos ca­sos persigo lo mismo: relajación.

Pero aquella vez en nada me ayudó mi maestría, pues cuanto más me acercaba a la solución, más se aproximaba el resplandor fascinante de la luna a mi cama. Acudí entonces a otro remedio. Comencé a pa­sar revista a los dichos, adivinanzas, canciones y refra­nes que poco a poco había ido aprendiendo en la isla, lo que por fortuna me dio mejores resultados. Se apla­caron los calambres que sufría, mi mirada se detuvo en la cerca de cactus y me vino a la memoria una anti­gua chanza. Buenas tardes, Chumbas figas. Y es que el joven campesino, después de desear las buenas tardes al higo chumbo, saca la navaja y le da un tajo, como suele decirse, de arriba abajo.



Pero el tiempo de los higos chumbos había pasa­do ya y la cerca estaba pelada, sus pencas golpeaban en el vacío o colgaban arracimadas en inútil espera de la lluvia. "No es una cerca, sino un corro de mirones" me vino de pronto a la cabeza. Mientras tanto parecía haberse producido una transformación en la cerca. Fue como si los que estaban fuera, en la claridad, rodeasen ya mi cama mirándome fijamente (…) Mientras me esforzaba por dormir, de pronto comprendí por qué las figuras del exterior me habían tenido en jaque. ¡Eran las máscaras que avanzaban hacia mí! Al final me quedé adormecido. A la mañana siguiente me sentía intranquilo. Busqué un cuchillo y me encerré durante ocho días con un bloque de madera del que saqué esa máscara que está colgada ahí. Las restantes salieron una tras otra sin que en ningún momento se borrase de mi pensa­miento la visión de la cerca de cactus. No pretendo afirmar que todas se parezcan a las que antes tenía, pero juraría que ningún experto puede distinguirlas de las que entonces ocuparon su lugar».

Esto fue lo que contó O’Brien. Quedamos char­lando un rato y después me marché. Pocas semanas más tarde oí que O’Brien se había encerrado de nuevo con algún trabajo secreto y no estaba visible para nadie. Jamás volví a verle, pues murió poco tiempo después.

Hacía largo tiempo que ya no pensaba en él, cuan­do un día, en París y en un comercio de objetos de arte de la rue La Boétie, descubrí para mi sorpresa tres máscaras negras en una vitrina. Me volví hacia el dueño y le dije:

-Permítame que le felicite por esta adquisición de tan singular belleza.

-Veo con satisfacción -fue la respuesta- que sa­be apreciar la calidad; que es usted un entendido. Las máscaras que admira con tanta razón son sólo una pe­queña muestra de la gran colección cuya exposición estamos preparando precisamente ahora.

-Pues me permito pensar, señor mío, que estas máscaras serían motivo de inspiración importante pa­ra nuestros jóvenes artistas en su búsqueda de sensaciones nuevas.

-¡Así lo espero yo también! Si tanto le interesan puedo traerle de la oficina informes periciales de los mejores conocedores de La Haya y Londres; comprobará que se trata de piezas que tienen cientos de años, dos de ellas incluso miles, me atrevería a decir.

-Ciertamente me interesaría mucho leer esos informes, pero dígame ¿de quién procede esta colección?

-Constituye el legado de un tal Ire O’Brien. Se­guramente nunca habrá oído su nombre, pues vivió y murió en las islas Baleares".


(W. Benjamin).
* Escrito en Ibiza en 1932, se lo leyó en Berlín a su amiga Inge Buchholz, fue enviado a Scholem en enero del 33 cuando fue publicado en el suplemento de ocio del V. Z., y habiéndose quedado sin copia Benjamin lo recuperó gracias a Gretel Karplus.





2 comentarios:

  1. Sr. Verle, a lo que parece, el Benjamin hizo de precursor de los hippies sesenteros de Ibiza. Un saludo.

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  2. Buena entrada, amigo Verle. Ahora que llega el buen tiempo y brotarán, no lo dude, rosas hermosas en su jardín, me debato yo- cual Walter Sanfermín- entre Ibiza o Berlín, entre la nostalgia de mi época-no la suya, usted es mucho mayor y ya se nota- o la ciudad inmortal y prusiana. Ya le contaré.

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