5.1.22

Mi nombre es fracaso.

        Tres años antes de que yo naciera, tres años casi exactamente, en sus anotaciones convertidas en diarios, Julio R. Ribeyro había confesado su fracaso, rodeado de oscuridad, de cenizas, incapaz de todo y con una pereza moral irresistible.

Han tenido que pasar más de veinte años de su muerte, para conocer su lucidez y compartir su perspectiva vital de soledad cuando ya uno no puede ni siquiera conversar consigo mismo. 
 La búsqueda de la verdad está destinada al fracaso. He estado desenterrando viejos textos míos publicados en su día en una revista perdida. Tan viejos eran, que no estaban ni en soporte informático. Para recuperarlos, lo más directo ha sido encontrarlos en los archivos del desván y teclear en la computadora los textos originales de los artículos escritos con estilográfica por mí.


No sé si los textos admiten relecturas después de treinta años, pero lo que sí ponen de manifiesto es que mi estilo formal ya estaba allí, prístino. O mejor dicho, no sólo estaba acullá sino que, por desgracia, todavía sigue acá.
Como si siempre hubiese estado uno escribiendo el mismo, único, texto.
No haber conseguido modificar la forma de escribir tras largo, larguísimo tiempo, sólo es índice de un fracaso sin paliativos que recomendaría, a partir de ahora, el ejercicio del silencio por mi parte.
Y es que no se trata de una dolorosa sequedad menopáusica, es que el pozo, seguramente sin aforar, estaba sin caudal.
Pudisteis haberme dado temprano aviso y ahorrado así tanta decepción que ha desembocado en este estuario de inutilidad profunda.
Como mío sólo siento una incompetencia para todo lo que la vida es. Y es que nunca aprendí a existir.
La vida ya no me sienta bien a estas alturas.


 "No hay ninguna tumba que pueda contener mi cuerpo ahí abajo".
Johnny Cash. [American VI].
 
 

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