(Google)
“Solamente
hay un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio. Juzgar si la vida merece o no ser
vivida, es responder a la
cuestión fundamental de la filosofía. Las demás, si el
mundo tiene tres dimensiones, si el espíritu
tiene
nueve o doce categorías, vienen a continuación.
Apenas son juegos;
primero es
necesario responder
(…)
Si me pregunto a mí mismo como decidir si determinado
interrogante es más apremiante que otro cualquiera, concluyo que la respuesta depende de las acciones que ellos incitan, u obligan. Nunca vi morir a nadie por el
argumento ontológico.
Galileo, que defendía una verdad
científica importante, abjuró de ella con la mayor facilidad del
mundo, cuando tal verdad puso su vida en peligro. En cierto
sentido, hizo
bien. Aquella verdad no valía la hoguera. Nos es profundamente indiferente saber cuál de ellos, la Tierra o el Sol, gira alrededor del otro. Para decirlo claramente, es una cuestión baladí. En contrapartida, veo que muchas
personas mueren porque consideran que la vida no merece la
pena ser vivida (…)
Nunca ha sido tratado el
suicidio sino como un fenómeno social. Por el contrario, aquí lo que nos importa, para comenzar, es la
relación entre el pensamiento individual
y el suicidio. Un acto como éste se prepara,
tal y como ocurre con una gran obra,
en el silencio del corazón. El propio suicida lo ignora. Una buena
noche, se dispara un tiro
o se tira al agua. De un gerente de inmuebles que se había matado, me dijeron un día
que había perdido a su
hija hacía cinco años, que desde entonces había cambiado mucho y
que esa desgracia lo había ‘consumido’. No
se
puede desear una palabra más exacta. Comenzar a pensar es
comenzar a estar consumido (…)
Hay muchas causas para
un suicidio, y, de una manera general, las más aparentes no han sido las
más
eficaces. La gente rara vez se suicida (sin embargo, no
se excluye la
hipótesis) por reflexión.
Aquello que desencadena la
crisis es
casi siempre incontrolable
(…)
Matarse, en cierto sentido
(como en el melodrama), es confesar. Es
confesar que se ha sido sobrepasado por la vida
y que no se la
comprende”.
[Albert Camus.- O mito de Sísifo.
Edição Livros do Brasil. Lisboa, s.d.]
(Traducción Sr. Verle)
*
En enero de 1960 Albert
Camus acababa de cumplir 46 años. El
día 14, volvía de Provenza a París en coche con unos amigos. Enfilando veloz
una larga recta, el automóvil se salió de la carretera y se empotró contra un
árbol solitario. Camus murió en el acto. Se cuenta que su cadáver, en el
momento de su muerte, tenía una expresión de sorpresa en unos ojos extrañamente
abiertos.
Como escribe Pedro Cuartango [ABC Cultural 23/02/2018, pág. 13], es
imposible leer a Camus, especialmente ‘El mito de Sísifo’ (obra
imprescindible que transmite un arrebato que atrapa al lector), sin obviar este
incomprensible y fatal accidente, que, a la vez, daría sentido a una filosofía,
la suya, que gira sobre la indagación del absurdo. Es por ello por lo que nos
dejó escrito: «desde el momento en el que
se le reconoce, el absurdo se convierte en la pasión más desgarradora de
todas».
*
Es curioso, o sintomático, que la obra paradigmática del teatro del absurdo de Beckett, 'Esperando a Godot', precisamente comience con una acotación escénica tal que: "Carretera de campo con árbol. Noche".
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