La
taza de té.
En el videoportero se iluminó una
cara conocida.
- Abre, que subimos.
Se escuchó coincidiendo con mi
activación de la apertura. Mi hermana me visita, como algún que otro sábado,
con pretextos familiares y de paso comprueba que sigue sin gustarme dar por
otros medios señales de mi vida.
–Íbamos
de paseo y pasábamos por tu barrio.
Me dicen al entrar.
Ha venido acompañada de una amiga a
la que hace siglos yo no veía, quien me acerca mejillas que la tarde ha
enfriado y compruebo que su cuerpo ha ganado madurez y hermosura en las
distancias cortas. A esta hora, les ofrezco café, que yo ya había bebido, pero
ya nadie toma sino hierbas infusas. Por suerte, en la alacena, me han dejado
suficiente té rojo para servir dos tazas en la vajilla buena mientras se va la
tarde junto con las palabras.
Aun teniendo que irse, sus maridos
esperan, las frases se prolongan, los cigarros se apuran con la luna en
menguante. Cálida e íntima, la conversación no ha detenido sonrisas ni miradas
entre la amiga y yo. Recojo la vajilla y me turba un momento la huella de
carmín que su boca ha pintado en blanca porcelana.
En la cocina, con su taza en la
mano, como un autómata, la acerco lentamente a mis labios para que
coincidiendo… pero, no he notado que nadie me siguiera, unas manos me giran la
cabeza y una boca me besa con ansia prolongando lo que yo ya sentía. Una voz fraternal
sobresalta los cuerpos:
-¡Pero chica, qué haces!
Y la taza en mi mano desliza e igual
que mi deseo se hace añicos contra el pavimento.
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