Casi
quince minutos.
En un atardecer cercano, la charla cómplice con una buena amiga, joven y estudiante de música, me deparó el rescate de alguna página mía en que, amateur pretencioso, comentaba el cuarteto de cuerda nº 14 en re menor de Franz Schubert y de esta forma, refugiados ese viernes otoñal con eclipse de luna llena, en el fuego intimador de una generosa chimenea, a propósito del segundo movimiento del mismo, comencé a leerle a media voz mis notas, adyacentes los cuerpos cuando la luz caía:
‘Todo
comienza con un acercamiento sistemático con suavidad hasta el inicio de la
aceptación de la concordancia en un proceso de palpable potenciación y una
continua producción de valles y cimas alternados como posturas que varían para
alcanzar, con un acoplamiento rítmico, intensidades progresivas. Unas
alternancias pues, que consiguen vencer la resistencia al desencadenamiento
total del flujo interior y que culminan al final con la suavidad del movimiento
lento que paulatinamente cesa tras la plenitud’.
Con unos pícaros ojos grises,
capaces de hacerte prisionero, me miró sonriente y con esa intrepidez que
suministra la mocedad me propuso que le suscitara, en aquel mismo momento, esas
excitantes sensaciones que, según yo, encerraba el sugestivo andante con moto.
Un amplio sofá cercano y la magnífica versión ejecutada por el Cuarteto Amadeus
en el tocadiscos, nos sirvieron,
desnudos, para un ayuntamiento que cabalmente engarzado de principio a fin a
cada acorde de esa maravilla musical y siguiendo su ritmo turbador, colmó sus
expectativas y demostró carnalmente mi planteamiento.
Fue para que nos hubiesen filmado en
una película.
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