La sala iluminada
por el sol
mortecino del invierno,
las sombras de
las cosas
que acompañan la
tarde en sus ocasos,
la música selecta
de radio independiente,
el ruido de los
coches que pasan delirantes,
y el vuelo de una
mosca que perdura
de ciclos
estivales de existencia.
Y fuera, a todas horas, como siempre:
- la estatua
mutilada de aquel antiguo prócer
que nunca dijo
nada en beneficio propio;
- la casa
abandonada, habitada por ratas,
que refleja en su
seno rayos de sol poniente
y los tiempos
pasados, en que todo moría
de muerte natural
certificada;
- la gente que
camina, con prisas, por la calle
con sus niños,
sus compras, sus flores o sus libros,
o pasea despacio, contemplando
regalos navideños
de paga extraordinaria,
(y ese viejo que
choca, con demencia senil, contra los árboles,
o ese ciego que
silba, monótona canción, por las esquinas,
vendiendo loterías
que no hacen millonarios
ni al ciego ni a
su madre,
o ese guardia de
azul, semáforo viviente,
que se cree muy
importante y está muerto de frío)…
La sala se ha
llenado de humo y de recuerdos,
de visiones
amargas y mentiras…
Hay que abrir las
ventanas de cristal transparente,
sentir el aire
frío que penetra en los huesos
y nos deja un
regusto de soledad amiga…
o ver la realidad que presenta la tarde
y saltar al vacío con los ojos cerrados
(Del libro,
inédito e inacabable, 'Esto no es
realismo sucio').
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