VI
La soledad era esto:
un abrazo roto y silencioso,
un memento fugaz con campanadas,
un despertar con vals
y acabar cada tarde con el alma vacía
cuando aún no han vencido los crepúsculos
y la bruma nocturna recorre los paseos.
Se encoge el corazón
ajado por unas manos frías
y se refugia
en los acantilados que erosionan tus ojos
marchito como el mirto que no riegan las
lágrimas.
Las guirnaldas de fresas
demandan unos labios añorantes
y todo ya se envuelve
en ese manto azul que tu piedad concede.
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