Tiempos lejanos que cuesta que vuelvan.
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En la serenidad otoñal de una campiña plantada de jóvenes nogueras y carvallos y envuelta en una niebla matinal que deviene luz vespertina, la música puede escucharse con muchos más matices.
De esa manera, descubres un Bizet
de 17 años en su Sinfonía nº 1 en do mayor, -pese a ser considerada una tarea estudiantil, muy similar a la Sinfonía en re de Gounod, su maestro- muy
disciplinado musicalmente, que se preocupa por aplicar la correcta utilización
del contrapunto, usando melodías con brillo y armonías variadas, con una
estructura y orquestación que denota su aprovechamiento de buen estudiante de
conservatorio. Comme il
faut!
O, por el contrario, un Shostakóvich
de 52 años que, en su -tachado de simpático
e intrascendente- Concierto nº 2 en fa mayor, opus 102, para piano y orquesta,
escrito para su hijo, desde su
madurez musical crea una obra para jóvenes músicos, fresca, alegre, con un fino
sentido del humor, con temas (‘The
drunken
sailor’) incluso
descarados o disparatados y con una picante instrumentación. Un acierto tajante.
Tras ellos, podríamos citar otros
ejemplos.
Pero nunca tendríamos una lectura así
de canónica, una hermenéutica tan culturalmente modulada si se tratase de una
obra de Mozart.
¿Por qué nos gusta Mozart? Porque su
música es la música de la música.
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