10.1.22

Culposa, no dolosa.

De todas las necesidades del alma humana, ninguna es tan vital como el pasado. Esa necesidad no consiste en querer vivir en otra época, sino en conservar un vínculo, en escapar a la tiranía del presente y al barullo de la actualidad.

Para dar hay que poseer, decía Simone Weil,  y la única vida que poseemos, para donar, son los tesoros heredados del pasado digeridos, asimilados y recreados por nosotros.
Pensamos en Sarah Kofman. Al término de una obra abundante, un relato autobiográfico provocaría una grave depresión que la lleva al suicidio. En su brevedad, en su involuntaria brutalidad, el relato sugiere un vínculo causal entre un decir y una muerte. La secuencia causal podría, claro está, ser invertida y ser la depresión la que desencadenaría el gesto autobiográfico, o también ser recusada ya que durante los treinta años en los que Sarah no cesa de escribir, habla a menudo de su experiencia y lo hace de distintas maneras.


En la hermosa necrología que Derrida dedicó a su amiga la pensadora Sarah Kofman, escribió que ella, tesoro intelectual, se habría reído del arte en nombre de la vida, no sin ser consciente de que ni el arte ni la vida nos salvan del sufrimiento ni de la muerte. El arte y la risa no se oponen al mal.

Una idea, desarrolla Derrida, que arraiga en lo judío. Si no se reclama venganza, es gracias a la risa que les convierte en  libres incluso cuando son prisioneros.

Y un judío también siempre es alguien que pone de manifiesto la imposibilidad del perdón. La siguiente historia judía tiene humor porque versa sobre ese tratamiento de la memoria que llamamos perdón.

- «Dos hebreos, enemigos de toda la vida, se encuentran en la sinagoga el día del Yom Kippur. Uno le dice al otro, a modo de perdón: ‘Te deseo lo que tú me deseas a mí’. Entonces el segundo le responde, en el mismo tono: ‘¿Ya empezamos otra vez?’»

No hay perdón sin memoria, pero tampoco el perdón puede reducirse a un acto de memoria. Y perdonar no equivale en absoluto a olvidar.

Perdonar no consiste en liberar de la culpa. Ni a sí mismo ni al otro. Aquí ninguna componenda es de recibo, ninguna resulta tolerable. Eso sería repetir el daño, consagrarlo, dejarlo inalterado e idéntico a sí.

Sin embargo hace falta quizás completar la lección.

Cuentan que cuatro sabios, amigos y compañeros entraron un día en el vergel del conocimiento prohibido. Ben Azai miró y perdió la vida. Ben Zoma miró y se volvió loco empezando a vomitar lo que no podía ser digerido. Ben Aguya miró y perdió la fe: se convirtió en herético y en rebelde. El último se llamaba Akiba. Akiba entró después de los demás, pero salió en paz.

Esta fábula es una advertencia. Nos dice que cierto tipo de saber es letal. El peligro no está ligado solamente al hecho del saber sino al de hacerlo saber. Pero nos dice también que no lo es para todo el mundo. La misma experiencia puede suscitar reacciones diversas, matar o dejar en vida. Algunos, en efecto, pueden salir en paz del jardín.


 
 
 

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