De todas las necesidades del alma humana, ninguna es tan vital como el pasado. Esa necesidad no consiste en querer vivir en otra época, sino en conservar un vínculo, en escapar a la tiranía del presente y al barullo de la actualidad.
Para dar hay que poseer, decía Simone Weil, y la
única vida que poseemos, para donar, son los tesoros heredados del pasado
digeridos, asimilados y recreados por nosotros.
Pensamos
en Sarah Kofman. Al término de una obra abundante, un
relato autobiográfico provocaría una grave depresión que la lleva al suicidio.
En su brevedad, en su involuntaria brutalidad, el relato sugiere un vínculo
causal entre un decir y una muerte. La secuencia causal podría, claro está, ser
invertida y ser la depresión la que desencadenaría el gesto autobiográfico, o
también ser recusada ya que durante los treinta años en los que Sarah no cesa
de escribir, habla a menudo de su experiencia y lo hace de distintas maneras.
En la
hermosa necrología que Derrida dedicó a su amiga la pensadora Sarah Kofman, escribió
que ella, tesoro intelectual, se habría reído del arte en nombre de la vida, no
sin ser consciente de que ni el arte ni la vida nos salvan del sufrimiento
ni de la muerte. El arte y la risa no se oponen al mal.
Una idea, desarrolla Derrida, que arraiga en lo judío. Si no
se reclama venganza, es gracias a la risa que les convierte en libres incluso cuando son prisioneros.
Y un judío también siempre es alguien que pone de manifiesto
la imposibilidad del perdón. La siguiente historia judía tiene humor porque
versa sobre ese tratamiento de la memoria que llamamos perdón.
- «Dos hebreos,
enemigos de toda la vida, se encuentran en la sinagoga el día del Yom Kippur.
Uno le dice al otro, a modo de perdón: ‘Te deseo lo que tú me deseas a mí’. Entonces el segundo le responde, en el
mismo tono: ‘¿Ya empezamos otra vez?’»
No hay perdón sin memoria, pero tampoco el perdón puede
reducirse a un acto de memoria. Y perdonar no equivale en absoluto a olvidar.
Perdonar no consiste en liberar de la culpa. Ni a sí mismo
ni al otro. Aquí ninguna componenda es de recibo, ninguna resulta tolerable. Eso
sería repetir el daño, consagrarlo, dejarlo inalterado e idéntico a sí.
Sin
embargo hace falta quizás completar la lección.
Cuentan
que cuatro sabios, amigos y compañeros entraron un día en el vergel del
conocimiento prohibido. Ben Azai miró y perdió la vida. Ben Zoma miró y se
volvió loco empezando a vomitar lo que no podía ser digerido. Ben Aguya miró y
perdió la fe: se convirtió en herético y en rebelde. El último se llamaba
Akiba. Akiba entró después de los demás, pero salió en paz.
Esta
fábula es una advertencia. Nos dice que cierto tipo de saber es letal. El
peligro no está ligado solamente al hecho del saber sino al de hacerlo saber. Pero
nos dice también que no lo es para todo el mundo. La misma experiencia puede
suscitar reacciones diversas, matar o dejar en vida. Algunos, en efecto, pueden
salir en paz del jardín.
[imágenes de http://www.jung-park.com/project/philosophers/]
No hay comentarios:
Publicar un comentario